En Nueva York me sentí como en casa porque todo el mundo me parecía raro, más raro que yo.
La luz neoyorquina resalta las aristas y los recovecos del carácter y traza perfiles singulares. Las peculiaridades de cada uno se hacen visibles y cualquier persona normalita,
bien mirada, muestra un punto excéntrico. Quizá sea por el trajín, por
el relativo desarraigo o por el desorden horario de una metrópoli que no duerme (eso es rigurosamente cierto), o porque la gente se libera de ciertos convencionalismos.
Historias de Nueva York. Enric González.